"Tirame un tema", le dije a mamá. Ella se encontraba sentada frente a la máquina de coser ejerciendo parte de su oficio que es la confección de cortinas. "La soledad", me propuso y me dispuse a trabajar en lo que deseo termine siendo mi oficio. "Por las noches la soledad desespera", canta el vocalista de la banda Bersuit Vergarabat. Es lo primero que aparece en mi mente al pensar en este tema. Pienso en mis experiencias con la soledad y en como ha sido un estado independiente de los factores externos o circunstanciales de mi vida. La soledad no me desespera porque sea de noche o por ausencia de compañía. La soledad me desespera cuando siento ausencia de conexión, cuando me siento ajena a mí misma y al resto de las personas. Es la sensación de estar separada, arrancada del flujo de vida. Lo visualizo en mi mente en forma de feto que no está recibiendo alimento a través del cordón umbilical que lo conecta con su mamá. Es una sensación de desprotección inmensa, de pérdida de relación con lo vivo. Sentirme sola en mí está asociado con sentirme en peligro. Ha sido el preludio de ataques de pánico o de una fuerte angustia. Es una soledad que no se cura estando con gente, se alivia recuperando esa sensación de conexión conmigo y con otros. Se alivia cuando me miran a los ojos y siento que existo, porque me ven. Se alivia cuando me miro al espejo mientras proceso esa angustia y de a poco se va yendo la sensación de peligro inminente. Se alivia cuando comparto un abrazo prolongado con otro ser humano. Se alivia pero no se cura. Tampoco es que sea una enfermedad, la soledad. Pero sí puede terminar enfermándote. A mí la soledad me llevó a enfermar de depresión, en los momentos de mi vida en los que regresa la desconexión se incrementa la depresión y cuando recupero la conexión, aquella disminuye. Es algo delicado porque no se puede forzar un estado de conexión, se pueden disponer las variables y generar el entorno propicio para que suceda pero no se puede manifestar a voluntad. Es muy similar al amor, no se puede forzar sentir amor hacia alguien por más esfuerzo que se haga en crear las condiciones propicias. Se siente o no se siente. Ambas comparten un elemento que es requisito necesario para que puedan manifestarse: la afectividad. Para sentir amor o compañía el puente es la afectividad, entendida como una actitud cariñosa, como la ternura en su máxima expresión. Puede ser una mirada cálida, una sonrisa cómplice, una mano extendida ofreciendo apoyo, un abrazo, un "contame" o "te escucho", caricias en la espalda o algún otro gesto afectivo similar. Quizás el antídoto a la soledad sea precisamente mantener una actitud afectuosa con uno y con otros, rescatar la ternura que nos conecta con nuestro corazón y con todo lo vivo. Desenterrar de lo profundo de nosotros el miedo a la vulnerabilidad, o mejor dicho, el terror a que rechacen nuestra vulnerabilidad. Quizás la soledad sea una nostalgia corporal de ese afecto envolvente que nos hizo sentir alguna vez completamente sostenidos y a salvo. No teníamos que hacer nada ni aparentar ser algo para sentirnos acompañados, el afecto nos rodeaba, nos contenía. Quizás por eso la cama se vuelve tan acogedora cuando se está deprimido, porque quien está deprimido está sediento de afecto y sentirse arropado es de lo más parecido que puede experimentar ante la ausencia física de otro cuerpo. Quien se siente solo lo que más anhela es la sensación de que hay sostén, el formar parte de una red fuerte en la cual la inevitable caída no será a un abismo sino que será amortiguada. Nacemos junto a alguien y anhelamos morirnos tomados de la mano de alguien. Creo que si bien es necesario y parte del crecimiento poder aprender a estar solo, pasar tiempo con uno mismo, en soledad, no me parece saludable acostumbrarse a estar solo. O al menos que no sea por renegar de la necesidad inherente humana de compartir afectividad con otros. No ceder a la tentación de autodestruirse en una autosuficiencia impuesta promovida por el individualismo. Precisar abrazos, caricias, miradas, demostraciones de afecto es natural y saludable, pedirlas no nos hace necesitados y quien sienta que no las precisa probablemente se acostumbró a no recibirlas, lo cual es inherentemente triste. Igualmente, la afectividad no se limita a la humanidad, aunque en esta se encuentre en mi opinión su potencial más rico. Los animales y la naturaleza también son seres vivos capaces de ofrecer afectividad. Las olas del mar en su suave ondular pueden acariciarnos al igual que la brisa del viento en un día soleado, también pueden ser como cachetazos cuando son oleajes o ráfagas respectivamente pero no hay que tomárselo personal en dichos casos. Hay una fuerza viva en la naturaleza que interactúa constantemente con nosotros. Nosotros venimos de esa misma fuerza viva y cuando nos olvidamos, reconectar con su potencia y recargar las pilas es vitalmente necesario. Solo lo que está vivo puede conectarnos con la vitalidad dentro nuestro y con esa conexión que protege de caer en la desesperación de la soledad.
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